Todo conglomerado humano, bajo cualquier sistema político, debe tener una clase dirigente. Además, es obligación del Estado propender por su preparación y por su ampliación, e involucrar en sus posiciones directivas, poco a poco y de acuerdo con las necesidades, elementos nuevos y capaces.
La clase dirigente, alejada de todo egoísmo, debe robustecerse permitiendo sin distingos el ingreso a su círculo de los mejores miembros de la nación, sobretodo a la empresa privada, ámbito en que tiene decisivo dominio o influencia en los países democráticos. Es la única manera de remozarse y de asegurar su vigencia y su continuidad en la función directiva.
Los ciudadanos en general deben estar enterados de la orientación de la nación y conocer ampliamente cuál debe ser el rumbo del país para no aceptar propuestas que contradigan las tendencias y los objetivos geopolíticos y lo perjudiquen en el avance hacia su destino histórico; pero, tampoco deben oponerse por ignorancia a las medidas favorables que permitan la obtención de dichas metas.
La clase dirigente de un país tiene la gran responsabilidad de conocer y de encauzar las tendencias geopolíticas de la nación y la obligación de propender por la felicidad del pueblo, basada en su progreso espiritual, intelectual y físico, sin confundir el interés nacional con los intereses de su clase.
Su preeminencia no es gratuita; se la debe a la nación y debe corresponderle con eficiencia y con honestidad en su posición directiva, porque, sobre todo en los sistemas democráticos, ningún conglomerado humano o su territorio pertenece a una sola clase social. No preocuparse por el bienestar y por el progreso de su pueblo genera descontento, revoluciones y, en la mayoría de los casos, cambios violentos.